domingo, 12 de junio de 2011

Diario del viajero de la noche: la noche en llamas


Caminaba y caminaba por aquella vía de tren que no llevaba a ninguna parte. El agua se me había acabado hace una semana, y saciaba mi sed con pequeños arroyos, que gota a gota descendían desde algún acuífero montañoso y descendían hasta la llanura como un hilo de milagrosa salvación para un caminante, como yo, sediento. Anoche al dormirme, hecho un ovillo con mi cazadora a modo de manta, y la mochila por almohada, el cielo, estaba ardiendo. Sí, sí , rojo, como las llamas del infierno, o como un fuego inexpugnable e invencible, que llegara de más allá de esta vida nuestra. Como si fuera el
ángel apocalíptico anunciador de la llegada inminente de una vida nueva. En la inmensidad
De esta llanura de tierra color azufre, la otra inmensidad, la del cielo, la del cosmos, ardiendo como antorcha purificadora, me sobrecogió, y al mismo tiempo que me hacía sentir absolutamente pequeño, su belleza me hacía presagiar que ese tiempo nuevo que debía nacer, sería más limpio, y más humano, y más puro.
Una mariposa reina, se posó en mis piernas, sobre mis pantalones vaqueros, quizás atraída por el pequeño fuego que hice para calentarme. Me quedé extasiado contemplado los pigmentos de sus alas. Púrpura, dorado, verde. Paseaba por mi pierna, arriba y abajo, al compás de las ascuas de la hoguera. Y contemplándola me dormí, soñando con un mundo sin límites, y con una vida prestada por la muerte, para convertirse en monumento a nuestra propia libertad, inalcanzable pero ansiada.
Por la mañana caminaré junto a la carretera comarcal, para ver si algún granjero me acerca unos kilómetros a un punto más lejano. Siempre, siempre, más lejos. Algún pueblo donde pueda comer algún guiso de patatas que me caliente el cuerpo. Y quizás haya alguna partida de poker en la trastienda. Y cuando mire por la ventana, contemplaré el mundo que ya ha pasado, la vida que ha transcurrido, el tiempo que no regresará, el viento que no soplará de nuevo. Y recordaré la noche en que dormí rodeado de un fuego de llamas, y de estrellas, pudiendo oir el mecanismo secreto de la tierra, y de mariposas con colores eléctricos. Todas aquellas cosas que no volverán jamás, porque la vida es una red tejida de renunciaciones.
La televisión del local daba un programa del corazón, y la gente en él gritaba y se insultaba. Y la camarera, una chica morena y delgada pero con un trasero estupendo, me trajo la comida con un mohín de complicidad. Se volvió y yo me quedé viendo sus nalgas subir y bajar mientras caminaba. Pagué y salí a la calle bajo un cielo entoldado y gris como agua sucia.
Y la carretera de la costa se abría a un mar brumoso. Y sobre el mar como por un encantamiento, sobre el horizonte, se veían dos soles naranjas, crepusculares y paralelos. Como si fuera un universo dual. Y sobre los dos soles, unas montañas nevadas. Y alguien dijo que el sol no es libre, porque es el sol. Y el mar no es libre porque es el mar. Y el hombre nunca será libre, porque nació hombre y morirá como hombre.
Y el rayo partirá la madera del tronco con su golpe de látigo seco y eléctrico, y sobre la ceja izquierda, me marcará a fuego como miembro de la estirpe de Caín, y el destino me condenará a vagar eternamente por el mundo
buscándote, buscándote...

(Juanma Miranda)

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